No recuerdo la última vez que fui al circo. Busco en mi memoria y no hay un recuerdo tangible o una anécdota memorable, más allá de fotografías instantáneas que no sé dónde están físicamente y que, difusas, se archivan en mi mente. Vuelven no en su rectangular contorno blanco, sino borrosas, colocadas en algún lado: un trinchador de madera y un viejo álbum

En una foto, creo que estoy con una de mis hermanas, montados en el lomo de un elefante; mis manos tratan inútilmente de recordar detalles de su áspera piel y sus pelos rígidos.

En otra, hay un chimpancé. Estamos en nuestra niñez. Recuerdo de pronto un visor de fotos anaranjado o rojo, una especie de telescopio de llavero en el que podías ver aumentada una pequeña fotografía. No sé si la del elefante o la del chimpancé. 

Pensar en circos me hace recordar también las tardes que pasaba viendo con mi padre, por televisión de cable, el Circo del Sol. Vivíamos en los entonces suburbios de la ciudad, a finales de los 90 e inicios de los 2000, y anhelábamos algún día ver ese espectáculo en vivo porque, insistía, así tenían que ser los circos, sin animales. Pero no se ha dado la oportunidad.  

En 2012, Zapopan se convirtió en el primer municipio en prohibir los circos con animales. Algunos se instalaban, como retadores, en municipios colindantes, en espacios como un gran predio ubicado en avenida Patria y Ávila Camacho, en la frontera zapopana, del lado de Guadalajara.

En 2014, me parece, me tocó cubrir una rueda de prensa del Circo Atayde, que exigía que las restricciones no pasaran al resto del estado. Algo que no ocurrió. Pero antes de las prohibiciones de los circos con animales ya había dejado de ir a esos espectáculos y no recuerdo cuándo, ni por qué. 

“¡La Normal! ¡La Normal! ¡La Normal!”, resuena en mi mente ese anuncio radiofónico típico de los circos que se instalaban en esa zona de Guadalajara, donde hoy está el parque de diversiones Los Valentinos.

***

Recibí la invitación de Cristina para ir al Circo Tihany y acepté. Tarde nublada que contrasta con los colores rosa y amarillo de la carpa, en el predio de avenida Patria y Ávila Camacho.

Contrasta también con lo colorido del ingreso, luces doradas y un pasillo iluminado con tonos morados y espejos en forma de rombo a los costados.

En una primera carpa, hay puestos de comida y unas alfombras que te guían a las distintas zonas de gradas. Venden refrescos, palomitas de maíz y donitas; dulces y chocolates; espadas de plástico con luz en su interior. Contrastamos precios, y optamos por comer algo más sustancioso a la salida.

La hora de la función se acerca y nos adentramos a las gradas por otro pasillo iluminado, con luces de neón rosas, y adornado con fotografías en forma de rombo, como los espejos, de artistas de este circo que cumple 70 años. 

Acomodados en nuestro asiento, reparo en el escenario, las luces naranjas, moradas y rosas que iluminan el telón.

Las butacas, en la zona donde estamos, están marcadas con números impares, del 5 al 27. Se lo hago notar a Cris y le pregunto el motivo. Me dice que es así porque van a rifar regalos.

“¿En serio?”, le pregunto sorprendido. “No, la verdad no sé”, se sincera. 

Le comentó que hace mucho que no iba al circo y entonces brota la imagen de Cepillín. En una ocasión fui al circo del “Payasito de la tele”, recuerdo, con algunas de mis tías, primas y primos, más pequeños que yo, y que la fotografía que da fe al hecho, y con la cuál podría calcular la edad que tenía en ese entonces, alguien la debe tener guardada en alguna parte.

La tercera llamada es anunciada y el show comienza. La voz del presentador pide atentamente no tomar fotografías ni videos. Todo se guarda en esta mente que no es de fiar para con los circos. Cris se muestra emocionada y ligeramente angustiada. Confiesa que los trapecistas le dan miedo

“No me dan miedo los trapecistas, sino presenciar su muerte”, aclara. Y pienso en ello rápidamente.

Imagino a un hombre cuyas manos no alcanzan a sujetar a las de su compañero, en el aire, y prefiero no visualizar el desenlace. Al final del acto, no murió ninguno. 

Salvo el breve nerviosismo sufrido para que el payasito de la función, que camina entre el público del otro lado del circo, no se acercara a esta zona y me eligiera para subir al escenario y ser parte de su presentación (como hizo con otras personas); en todo el show quedo perplejo.

Entre las onomatopeyas de asombro, risas y aplausos de las niñas y niños presentes –quienes incluso hasta alzan la mano para sí participar y subir al escenario–, trato de descifrar los actos de ilusionismo de un hombre disfrazado de una bicéfala estatua blanca, que mueve una de sus cabezas por algunas partes de su cuerpo; imagino el entrenamiento mental y físico que tuvo que hacer el tipo que hace malabares con pelotitas, trepado en plataformas que se tambalean sobre un cilindro, arriba de una mesa. 

En sus actos, el mago aparece edecanes por doquier, y en cada movimiento, trato de adivinar lo que sigue.

Recuerdo ese programa de televisión en el que un mago enmascarado revela sus secretos, y busco anticiparme a los hechos, sin conseguirlo.

El resultado es inesperado, los trucos me provocan un corto circuito y opto por dejarme llevar, como lo hace el resto del público.

La multitud, a un 50 por ciento de la capacidad del foro, ríe con cada simpleza del payaso y aplauden en cada momento las piruetas en el aire de los trapecistas, los increíbles malabares, las coreografías de bailarines que brillan en la oscuridad, las contorsionistas encimadas unas con otras.

La audiencia se pasma ante uno de los actos estelares de la tarde, que el mago y su acento brasileño, me parece, van relatando paso a paso, para atraer la atención del respetable y mantenerlo enganchado.

En un abracadabra aparece un helicóptero dentro de un prisma rectangular que unos momentos antes estaba vacío y fue cubierto con una tela. “¡Guau!”, se escucha al unísono. Es espectacular.

Durante toda la función, los actos, la música y las luces de colores te atrapan y te transportan a ese lugar que quieres describir como mágico.

Se enchina la piel, das una bocanada de vida al ver y escuchar al público con su capacidad de asombro en su esplendor, intocable por este par de horas, debajo de esta carpa, aislados de la violencia cotidiana, el miedo que se respira afuera, y la lluvia que azota y encharca la ciudad, en esta frontera entre Guadalajara y Zapopan


Fotografías: Jonathan Bañuelos

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Jonathan Bañuelos
Reportero de Ciudad Olinka. Ha trabajado para NTR, Mural, Más por Más GDL, La Jornada Jalisco y Radio UdeG Ocotlán.