Iconos de la Secciones de Ciudad Olinka

Te asomas entre los barrotes grises que resguardan el último mural que pintó el artista jalisciense José Atanasio Monroy (1909-2001), y Amalia Quezada se acerca y con cortesía te invita a pasar, para observar la obra a una corta distancia. Elige una de las llaves que lleva consigo y abre el barandal. 

—Es chingón el que lo hizo— suelta de pronto sin quitarle la mirada, asintiendo. 

En el angosto muro del patio central del Parián, en la zona de San Juan de Dios de Guadalajara, se extiende verticalmente, entre los cuatro o cinco pisos del mercado, el mural Las Artes Populares en México. Está en un espacio utilizado como paquetería, donde comerciantes y visitantes, sobre todo foráneos, depositan sus pertenencias.

Amalia, comerciante de 70 años, trabaja en este mercado tapatío desde hace 40 en diferentes áreas, pero ahora es la encargada de los baños de la planta baja y de esta paquetería, de ahí el privilegio de acceder al mural. 

Cobra 15 pesos por cada bolsa de plástico que dejan a su cuidado y que mete en las “jaulas” que están en el patio, compartimentos enrejados, encimados unos con otros. Si se trata de guardar algo más voluminoso, que implique meterlo en cajas de cartón, el precio asciende a unos 50 o 60 pesos -tantea ella- por tiempo indefinido en un horario de 10 de la mañana a 6 de la tarde.

La entrada y salida a este patio-paquetería está a un costado de un puesto de juguetes. Además de loterías de cartoncillo hay productos de plástico como palos de golf con sus pelotitas, vajillas y utensilios, arcos y rifles, dinosaurios de colores con rebaba. Los barrotes grises que rodean el patio techado se bifurcan en la parte superior en dos puntas, una retorcida hacia abajo y la otra recta, como flecha, rozando el borde del techo del piso de arriba, como medida de seguridad para evitar el ingreso. Pero no es impedimento mientras Amalia esté ahí cerca. Ella permite el paso y, sin requerirlo, narra historias alusivas al mural. Cuenta que un día, un rapero del que no recuerda su nombre, pasó a grabar un video. Pero inmediatamente advierte, mirándote por encima de sus ovalados lentes, que si alguien se atreve a dañar el mural, podría tener consecuencias. 

—Lo tiene uno que cuidar para que no lo rayen, porque el que lo raye puede ir hasta la penal, entonces tenemos que estar al pendiente—dice convencida.

Antes el mural sí estaba dañado pero, asegura la mujer pelirroja de raíces canas, hace unos años acudió el autor a darle su manita de gato. No cuesta nada imaginar a José Atanasio Monroy entrando al Parián, entre el gentío, con sus brochas y pintura, parándose ante su obra y dimensionado la tarea que le espera.

Pero no es posible, pues el nacido en Ejutla en 1909 murió en 2001 en la tierra en la que creció, Autlán de Navarro, 15 años antes de la restauración del último mural que pintó.

A quién quizá vio Amalia, y pudo haber sido en 2016, fue al maestro Gustavo Alemán, quien con un grupo de colegas y estudiantes de la Escuela de Conservación y Restauración de Occidente (ECRO) intervinieron la obra porque estaba dañada y sucia, por smog y polvo atmosférico, entre otros factores. 

—Sí encontramos un poco de vandalismo, algunas cosas que se le arrojaron por ahí, pero afortunadamente nada ponía en riesgo la estabilidad del mural—recuerda el profesor vía telefónica—En la parte superior había un poquito, un poco, de alguna filtración de humedad, pero fue menor. Y en la parte inferior, tenía daños por abrasión, o sea, por recargarle cosas ahí.

Los trabajos formaron parte de una práctica de campo de los estudiantes de la ECRO, encabezados por él y las maestras Miriam Grimón y Mara Pimienta. Dice que el mural nunca recibió un programa de mantenimiento en casi 40 años pese a ser una obra de “excelente calidad, tanto técnica como plástica”, que retrata lo que “nos identifica como mexicanos” y que contrasta con la cotidianeidad del mercado en la actualidad, un inmueble que dejó de lado las tradiciones y las artesanías.

El mural es entonces una suerte de ventana hacia el pasado, y Amalia es, de manera tácita, su guardiana y promotora.

+++++

Un mural que se saborea

Al interior del mercado se filtra el ruido del tráfico que coincide en el cruce de la Calzada Independencia y la Avenida Juárez, dos de las principales avenidas de Guadalajara, en una de las zonas más populares. Las motos abriéndose camino entre los automóviles, cláxones desesperados ante la apenas visible luz verde de los semáforos, el Macrobús desplazándose por su carril exclusivo. Dentro, el barullo de los clientes y los comerciantes: “¿Qué va a llevar?”, “¡pásele amiga, a sus órdenes ¿Qué está buscando?”. También se cuela un comercial radiofónico precediendo una canción pop, emanado desde un local de moños, listones y pañuelos.

Pero Las Artes Populares en México inspira a aislarse de esos sonidos e imaginar su musicalidad, desde el aleteo de un par de gallos que pelean en la base del mural, al fandango que sucede en la proximidad, con rasgueos de guitarras y el zapateado en una tarima. Subiendo, encuentras los pajarillos enjaulados que lleva un hombre en su espalda, y un organillero; danzantes ataviados según sus geografías, con cascabeles en los pies y sonajas en las manos, bailando alrededor de una figura del dios Xochipilli y una Virgen María, que podría ser la de Zapopan. También están tres hombres tocando el xilófono; uno más, la chirimía, otro tañe el arpa, y un wixárika, el violín. Mujeres y hombres con trajes típicos de distintas regiones de México hacen bola en la fiesta. A la verbena le siguen los artesanos: uno teje un chiquihuite de mimbre y lo acompañan un talabartero, un soplador de vidrio, varios alfareros y dos bordadoras. 

La parte superior del mural es para saborear: un hombre con sarape descansa en su cabeza una canasta con virotes, y una mujer, frente a un metate y un fogón, hace tortillas de maíz. La mesa está servida, y sobre un mantel blanco hay un recipiente con tacos dorados o enchiladas, un plato hondo de barro que parece tiene arroz con chícharos, y otro más con lo que pudieran ser chiles rellenos. Aguacate, chiles jalapeños en escabeche, frijoles, un molcajete con salsa roja, recipientes con agua fresca de frutas y una botella con mezcal o tequila, también forman parte del típico banquete que un perro, del lado derecho de la mesa, se saborea. Cerca del can, un chiquillo toca unas maracas y un muchacho la guitarra. 

Mural ‘Las Artes Populares en México’ de José Atanasio Monroy en el Parián de San Juan de Dios

Al fondo, en la parte superior del mural, se observan el Palacio de Gobierno, la Plaza de Armas, el Teatro Degollado, la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres y la Catedral de Guadalajara. Unas palomas sujetan cadenas tricolores de papel, una piñata y faroles.

La escena vertical es encabezada por las letras, en papel picado, que dicen: ‘El Parián’.

+++++

Un lugar donde se encuentra la gente

Amalia comenzó a trabajar en el mercado, según sus cálculos, seis años después que fue pintado el mural. Le tocó ver su deterioro y su restauración, y el cambio que ha tenido en su entorno. 

En 1977 cuando José Atanasio Monroy pintó el que, quizá sin saberlo o proponérselo, sería su último mural, Guadalajara lucía diferente. En la zona, todavía estaba en pie la Plaza de Toros El Progreso, que sería demolida dos años más tarde como parte de las obras de la Plaza Tapatía. Tampoco existía la Línea 2 del Tren Ligero en el corredor Javier Mina-Juárez, cuyas operaciones iniciaron en 1994; y mucho menos el Macrobús, que corre por la Calzada Independencia, y que fue inaugurado en 2009. 

Pero no sólo cambió el entorno, también lo hizo el mercado, y parece lejano lo que José Atanasio Monroy retrató en su mural

—Es un registro, un testigo de lo que ya no hay, un testigo por contraste de lo que ahora ocurre en ese espacio— dice Jesús Alberto Peredo Pozos, profesor del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño. Explica que, inspirado en la obra de artistas que admiraba, como Diego Rivera y Saturnino Hernán, José Atanasio Monroy pintó en su mural temas campiranos, no propiamente indígenas, de rancho, de mestizaje.

Una tendencia hacia la reivindicación de lo considerado en la época como mexicano tras culminar la Revolución, “apegado a lo costumbrista, a las tradiciones, y a lo pueblerino”. Aunque unos 20 años después del Muralismo. 

—Esa temática costumbrista, retratos de los usos y costumbres del México del Siglo XIX, todavía principios del XX, esos valores tradicionales que están ahí plasmados, son justamente lo antagónico a lo que en la actualidad se lleva a cabo en ese espacio— expresa el doctor Peredo tras cuestionarse cuál sería el punto intermedio que logre conectar al mural con los comerciantes y clientes actuales, cómo generar esa empatía por el mural, ese sentido de reconocimiento y pertenencia. 

Amalia Quezada, comerciante del Parián de San Juan de Dios y guardiana del último mural de José Atanasio Monroy

Las Artes Populares en México es el último mural que pintó José Atanasio Monroy, en 1977. El primero fue La Mexicanidad, localizado en el Centro Escolar Chapultepec de Autlán en 1945, y le siguieron Constitución de 1917 (1945), La paz y el trabajo (1945) y Los años 70’s (1970), ubicados en el actual edificio de rectoría del Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías.

—Es una pieza clave, una pieza básica de un valor incalculable en cuanto a las aportaciones estéticas a la historia del arte en Jalisco y del muralismo en México—añade Peredo, con tono entusiasta y el anhelo a que la obra reciba el reconocimiento que merece. 

+++++

El último tesoro de Atanasio Monroy

Amalia Quezada está sentada en una silla afuera de los baños de la planta baja del Parián de Guadalajara, en el barrio de San Juan de Dios, a la espera de clientes. En una mesita que tiene a un lado guarda pedazos de papel higiénico para quienes requieran uno en su paso a las instalaciones sanitarias. Pero ella no cobra, solo está al pendiente y entrega las tiras del rollo, pues los cinco pesos que se requieren para poder pasar los depositan los usuarios en unas máquinas tragamonedas instaladas en las entradas. 

Le gusta platicar y contar historias. Su voz cálida y cómplice, que sale entre su sonrisa molacha, brinda la confianza para sentarse a un lado de ella, en un banco de plástico, y escucharla.

Esta vez, el barandal que conduce al mural no tiene candado, y a unas personas que reconoce como clientes Amalia les autoriza el ingreso con un movimiento de su mano derecha, en cuya muñeca tiene una pulsera de hilos rojos, una negra como de piel, y una de bolitas turquesas, con ‘ojitos de la buena suerte’ y la medallita de un santo. Los clientes pasan, toman sus pertenencias, se aproximan con ella para pagarle 15 pesos y se retiran del lugar. 

El mural pasa inadvertido para los clientes, no reparan en él, como si fuera un anuncio más en el mercado, un adorno, una colorida pared sin ningún valor. 

Nomás llegan y ponen sus cosas en las jaulas y ya, es todo, pero que yo vea que gente que voltee pa’rriba pa’ verlo, no. Es raro—reconoce Amalia con un aire entre de decepción y resignación—A veces de ahí de la puerta, del cancel, le toman foto, pero no preguntan nada.

Ella acepta que asumió, sin proponérselo, el papel de cuidadora y promotora del mural y con eso se siente “a gusto”, así, a secas. Pero la obra sí la conmueve, la atrae, principalmente porque “es de años atrás, de todo lo que había”, y porque, enfatiza, aparecen danzantes y la que también cree es la Virgen de Zapopan. Eso es lo que más le gusta. 

El Parián de San Juan de Dios es variado y tiene productos para todos los gustos: jugueterías; tiendas de moños y accesorios de belleza; de bolsos y mochilas; joyerías y locales donde compran oro; donde se venden pipas, encendedores y canalas; frasquitos con esencias para atraer el amor y la buena suerte. Si se tiene ésta última, afuera de los baños, enfrente de la paquetería, podría encontrarse a Amalia, quien no escatimará en relatar alguna historia relacionada al último mural que pintó José Atanasio Monroy.

—Ando a gusto, se me figura que si yo dejo de trabajar me voy a tullir, de estar en casa nomás sentada y comiendo. Lo mejor es trabajar hasta que Dios diga “hasta aquí llegaste”.


Fotografías: Jonathan Bañuelos e Iván Serrano Jauregui

Artículo anterior“Siete tonos de blanco”, una novela entre la preparatoria y protestas
Artículo siguienteRestaurarán murales de José Atanasio Monroy en CUCEI
Jonathan Bañuelos
Reportero de Ciudad Olinka. Ha trabajado para NTR, Mural, Más por Más GDL, La Jornada Jalisco y Radio UdeG Ocotlán.