Por: Juan Nepote


Todavía la ciudad no ha recuperado la calma, y menos lo conseguirá el día de hoy, miércoles 8 de julio de 1914, cuando descubrimos que las tropas de Álvaro Obregón han ingresado a la ciudad de Guadalajara, victoriosas de largas batallas que habían iniciado desde junio. El general Manuel M. Diéguez ha sido nombrado gobernador provisional de Jalisco y una de sus consecuencias inmediatas, automáticas, se materializa en la persona de Rafael Buelna Tenorio, a quien vemos detenerse frente a las puertas del Seminario Mayor y exigir que les permitan el ingreso, explicando que solamente se quedarán unos días mientras descansan antes de seguir su camino hacia México. Vemos cómo los caballos de las tropas obregonistas saturan los patios del majestuoso edificio concebido por el ingeniero Antonio Arroniz para el legendario Seminario Conciliar de Guadalajara que, desde este instante y por el resto de la vida de José María Arreola, será convertido en cuartel militar, sirviendo también, por efímeros instantes, como plantel educativo oficial; desaparecerá su teatral biblioteca, su refinado billar, sus laboratorios con el copioso arsenal de instrumentos de ciencia recreativa. Más grave aún: el Observatorio Meteorológico y Astronómico se evaporará de la azotea del Seminario, casi ningún recuerdo de las hazañas radioactivas que ahí se vivieron, de las sesiones públicas para avizorar eclipses, de las improbables jornadas en que ahí mismo se pronosticó el día, la hora y la intensidad de los sismos que desquiciaron a Guadalajara. Corren rumores de que dos empleados del Seminario, los mozos Eulogio y Román, habrían conseguido rescatar una parte considerable de la biblioteca, fieles custodios que por largos años encontrarán la manera de no abandonar el edificio; pero otras versiones aseguran que los soldados arrojaron los libros a la calle por las ventanas del Seminario; se cuenta que algunos aparatos del laboratorio de física quedaron escondidos en la casa del ingeniero Alberto Lancaster Jones, y llegamos a escuchar leyendas de que el propio Arreola habría rescatado muchos materiales científicos

José María Arreola

Lo único que podemos confirmar es que en este verano de 1914 José María Arreola tendrá que abandonar su laboratorio y sus observatorios; inclusive, que tendrá que esconderse, de la misma manera en que lo hace el resto de los sacerdotes católicos en Jalisco. A partir de hoy las prioridades de la iglesia católica serán otras: vendrán años de una guerra que no será la batalla de Arreola, sino la de algunos de sus alumnos, como Cristóbal Magallanes, David Galván o José María Robles, que intentarán resistir la persecución del gobierno. Ya han muerto Atenógenes Silva y Pedro Loza, por quienes Arreola profesó amistad y admiración; Antonio Gordillo, su preceptor en el Seminario de Guadalajara, está enfermo gravemente y pronto habrá de fallecer. Con Francisco Orozco y Jiménez, nombrado Arzobispo de Guadalajara en noviembre de 1912, no tiene grandes coincidencias, a pesar de que todavía en junio de 1914 le envía una carta para solicitarle algunas publicaciones del Museo Nacional: Así que, ¡atención! José María Arreola se decide a separarse de la Iglesia católica, como quien abandona un viejo hábito o un testarudo vicio, sin mayor escándalo.  

No sabríamos explicar cómo ha hecho José María Arreola, pero ha sabido colarse en el equipo de trabajo de aquel joven de nombre Manuel Gamio, quien se ha propuesto organizar un mecanismo para estudiar a los grupos indígenas en su ambiente, considerando su evolución histórica hasta la actualidad y con todo ello elaborar políticas para el mejoramiento de estos grupos. Así que ahí tiene Arreola los ingredientes propicios para reinventarse una vez más, ahora como uno de los pioneros de la antropología en México, al lado del increíble equipo de sabios y curiosos reunidos por el imparable Gamio para estudiar el valle de Teotihuacán. Arreola se ha colado, pues, en el nacimiento de la antropología científica en el continente americano, ocupándose de estudiar las artes y la toponimia indígena, viajando a nuestro pasado más remoto para volver a nombrar el mundo. Se le reconocerá como especialista en lingüística y artes indígenas. Y aquí vemos pasar algunos de los años más felices para José María Arreola. Hasta nos damos cuenta de que socializa fingiendo naturalidad. 

Pero nada es para siempre, ya lo hemos comprobado, y mucho menos la felicidad. En 1923 Arreola no tiene más remedio que hacer maletas, desmontar su casa en la calle 3ª Santa Veracruz n°91, cerca de la Alameda Central. Reinventarse una vez más. Lo siguiente que escucharemos de Arreola será su nombre poblando, nuevamente, las páginas de los diarios de Guadalajara. 

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En los diarios leemos que ha surgido la amenaza del principio de una nueva guerra en Alemania, que el general Plutarco Elías Calles —Ministro de Gobernación— declara que no participará en la campaña política para suceder a Álvaro Obregón como presidente de México, que un grupo de notables miembros de la sociedad tapatía acaba de establecer el Comité Pro-Guadalajara para “trabajar por el embellecimiento de nuestra ciudad, para hacerla más atractiva a los turistas y a los hombres de negocios”; leemos que llegó la primavera, que durante cinco horas faltará el agua en algunos barrios del sur de la ciudad… y, ¡atención!, hoy domingo 25 de marzo 1923 dice el periódico que

“Después de vivir varios años en la capital de la República, vuelve a radicarse entre nosotros el señor don José Ma. Arreola, hombre de estudios muy conocido y estimado en nuestros círculos científicos.”

Así que Arreola está de regreso en Guadalajara, luego del dilatado peregrinaje que lo empujó a la Ciudad de México. Ahora camina de manera muy distinta, tiene otro ritmo en las extremidades, otro semblante, una mirada que antes no le pertenecía. Sus años en la gran ciudad lo han transformado, el larguísimo viaje en la cápsula del tiempo de la Historia allá en Teotihuacán, de lo cual nunca habrá de reponerse. 

Acá lo vemos deambular por las calles de Guadalajara, que siguen perdiendo —lenta, pero continuamente— su epidermis rocosa. Esta Guadalajara a la que Arreola volvió también tiene otro semblante: hacia el poniente, antes caracterizado por sus terrenos baldíos, el paisaje se ha poblado de villas y chalets desde que el ingeniero, inventor y empresario alemán Ernst Fuchs emprendiera la confección de la primera colonia residencial en la ciudad, con el apoyo de inversionistas principalmente barcelonettes; una zona residencial de carácter campestre y anómala para Guadalajara, con chalets rodeados de jardines y huertos en amplios terrenos cuadrangulares dotados de vías internas más amplias que las del centro de la ciudad, con una franja de árboles a cada uno de sus lados, banquetas más anchas, un nuevo territorio urbano al que los tapatíos se refieren como “las colonias”. 

Arreola está de regreso en Guadalajara y tiene que encontrar algo para vivir. Ronda los 53 años de edad y otra vez debe volver a volver a empezar, aunque ahora todo parezca distinto. (Siempre parece distinto.) Ahora es alguien muy diferente de aquel que fue cuando se mudó a la capital de la República, y la ciudad de Guadalajara está en transformación bullente. El primer día de este mes de marzo de 1923 José Guadalupe Zuno ha tomado posesión del gobierno de Jalisco. Y la táctica para resolver su futuro inmediato estará tenazmente ligado a José Guadalupe Zuno. 

Por lo pronto, José María Arreola acepta involucrarse en la creación de una vanguardista asociación, de nombre señorial, a cuya fundación algunos tapatíos visionarios lo han invitado: la Sociedad Jalisciense Impulsora de Industrias e Inventos, ubicada en el Sector Juárez , Calle 3 “antes Pedro Moreno” núm. 431, espoleada por el gobernador de Jalisco, —el mismísimo Zuno, a quien ya vamos reconociendo como amigo nuestro— y presidida por Alberto Lancaster-Jones, añejo conocido de Arreola desde los años de la Escuela Libre de Ingenieros. Apenas el 22 de julio asistimos al primer cambio de la mesa directiva, cuando el Ing. Alfredo Alvarado es elegido nuevo presidente y ahí tenemos que el flamante secretario no es otro que “el señor José María Arreola” (con lo cual comienza en Guadalajara su batalla personal para que públicamente no le llamen “padre Arreola” o antepongan el Pbro. a su nombre), el prosecretario es su ingenioso hermano Esteban Arreola, comerciante de jabones fabricados por él mismo en un puesto de madera en el Jardín Corona; el tesorero Laureano Orendáin, y más activo de los vocales el señor Carlos Tavizón. Zuno es nombrado “socio honorario”, a pesar de que no alcanza a estar presente en esta breve ceremonia en el Salón de Actos del Museo de Estado, donde escuchamos al novísimo presidente declarar la importancia de la agrupación “en esta época de continuo y activo adelanto en que sin descanso se trabaja en distintas esferas industriales y científicas por alcanzar el mejoramiento definitivo”, trascendencia que la Sociedad ahora bajo su cargo “en un futuro próximo, dejará plenamente demostrada al entrar de lleno en acción, de acuerdo con las indicaciones del Gobierno y de las agrupaciones científicas que deseen la ayuda e impulso de esta naciente sociedad, la que estará, siempre, dispuesta a coadyuvar en todo aquello que signifique progreso”. Pero el Gobierno está distraído en otras batallas —siempre lo está— se vienen debates, renuncias… y la sociedad tapatía no pedirá ayuda alguna a los inventores de Jalisco, que terminarán por disolverse en la bruma del porvenir. 

Entonces, como quien arroja una botella al mar, dirige una carta al gobernador de Jalisco que, casualmente, tenemos a la mano:

Muy estimado señor y fino amigo:

Me permito ocupar la atención de usted para manifestarle que no teniendo actualmente ningún compromiso de clases en la Escuela Industrial Federal para Señoritas de esta ciudad, estoy en posibilidad, y tendría gusto, de enseñar alguna o algunas asignaturas de los programas oficiales en el gobierno, al digno cargo de usted.

Las clases que preferiría serían: de Física, Química, Astronomía o Historia Natural, o clases prácticas de Jabonería y Perfumería, Fotografía o Fotograbado.

En caso de que usted se digne aceptar mis servicios pondría, como lo he acostumbrado, la mayor atención y empeño posible a fin de que mis enseñanzas sean lo más eficaces y siempre con la amplitud de criterio que he profesado.

Soy de usted con toda estimación, su afectísimo amigo y atento seguro servidor

José Ma. Arreola

La carta llega en el momento justo, aunque Arreola no tiene la certeza de ello; es otra de esas aventuras riesgosas a las que acostumbra lanzarse, pero en esta ocasión atina en el blanco. José Guadalupe Zuno ha estado trabajando en un proyecto de ambiciones incuantificables: fundar una universidad en Jalisco, y sabe que Arreola puede ser el aliado idóneo para una empresa semejante, de manera que el gobernados Zuno resuelve invitarlo a unas reuniones de trabajo en Palacio de Gobierno donde, nos venimos a enterar, se está verificando el diseño de la nueva Universidad del estado de Jalisco.

El propósito del gobernador Zuno tiene que ver con “garantizar la enseñanza en el sentido de servir y preparar al pueblo para la vida pública” primero, “darle unidad a las instituciones ya existentes”, segundo, y edificar “las instalaciones indispensables para ello”. Por eso estamos aquí, entrando “de lleno al estudio y la consideración de la viabilidad y procedencia de la erección del coronamiento lógico de todos aquellos esfuerzos: La Universidad”. 

Este laboratorio creativo significa múltiples días de trabajo constante, organizado en sesiones matutinas, vespertinas y nocturnas, en jornadas de dos a tres horas, y desarrollado en equipos, algunos, y otros individualmente, según las circunstancias, hasta que a las 11:00 horas de una mañana lluviosa, el lunes 12 de octubre de 1925, se inaugura la Universidad de Guadalajara con treinta programas educativos y poco menos de tres mil alumnos en sus Facultades (comercio, farmacia, ingeniería, medicina con sus anexas), sus escuelas Preparatoria, Politécnica y de odontología, dependiente de la Facultad de Medicina, su Departamento de Bellas Artes, la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco y sus dependencias, el Museo del Estado, y el Observatorio del Estado.

Y en la Universidad de Guadalajara, comenzando a los 55 años de edad, habrá de laborar otro cuarto de siglo más

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Durante incontables horas de clase Arreola se divierte, y presume de un estado de salud envidiable trepado en su bicicleta. Pero ronda los ochenta años de edad, así que —lector científico— descifra muy bien que estos tiempos ya son otros, y que lo más sensato sería aprovechar la oportunidad que le han ofrecido, ahora que el nuevo Rector de la Universidad de Guadalajara es el ingeniero Jorge Matute Remus. De manera que, en septiembre de 1949, José María Arreola acepta recibir una pensión, equivalente a la mitad del salario que recibía como profesor en activo, y dejar de dar clases, después de casi 25 años continuos de ejercer el oficio en esta Universidad en cuya fundación tuvo una influencia significativa.

¿Cómo será esta nueva vida —otra más— para José María Arreola? Ahora, José María Arreola dispone de mucho tiempo, ahora que cada minuto se arrastra y se repite, que todo es mucho más lento de lo que desearía, él que siempre ha vivido deprisa, casi sin detenerse, afanado; lector sonámbulo del comportamiento de los volcanes y de la transformación del cielo, de la irisación de los astros, viajero en máquinas del tiempo fosilizadas que nunca se ha subido a un avión. Así que revisa sus libros, coquetea con la tentación de apurar algunos apuntes biográficos (¿cómo es que alguien con su historia no haya escrito su autobiografía?), y piensa mucho en la muerte, pero principalmente en las palabras alrededor de la muerte —lector científico, al fin— cómplice de la convicción de René Char acerca de que “las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas”, piensa en los epígrafes de las tumbas, quizás anticipando lo que Arnaldo Kraus habrá de reflexionar: “Todos deberíamos escribir nuestra propia esquela. Hacerlo en una adultez temprana, digamos a partir de la cuarta década, y modificarla o suscribirla cada año, implicaría pensar en el final desde la vida, o bien, tejer la muerte con la vida”. Ahora que agoniza el mes de noviembre, alguien adelanta vísperas con los villancicos que afloran de una radio abandonada a su suerte, cuya música riega las fincas alrededor de esta casa propiedad de las hermanas de Arreola, ubicada exactamente en el número 391 de la calle Rayón, en el Sector Juárez, hasta donde lo han llevado, casi inmóvil, casi muerto: 

La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más. 

Se acaba el año, se extingue una vida.

Ha muerto Arreola, a unos 130 kilómetros de distancia de aquel valle de Zapotlán, serpenteado por la Sierra del Tigre, donde nació hace más de noventa y un años.

Mientras esperamos que llegue el día en que hagamos justicia literaria a José María Arreola, ensayando alguna manera de saldar nuestra deuda con él, recordamos que era fácil distinguirlo, afilada mancha negra en aceleración constante: pantalón cilíndrico, gabán rectangular de tela espesa, chaleco romboide, camisa clara inexplicablemente holgada, sombrero Tardan de ala corta. Breve y delgado funambulista sobre esa magnífica bicicleta que inspiraba leyendas, Arreola perdió contra la desmemoria: en una finca de la calle Rayón, en Guadalajara, terminó de trazar su fascinante cartografía vital, colmada de hallazgos e ingenios que hemos abandonado. En los vastos jardines sin aurora de los que hablaba Luis Cernuda, allá donde los muertos se transforman en 

Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. 

Allá donde habita el olvido.


Fotografías: Iván Lara González, cortesía

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