Por: Juan Nepote
Era fácil distinguirlo, afilada mancha negra en aceleración constante: pantalón cilíndrico, gabán rectangular de tela espesa, chaleco romboide, camisa clara extrañamente holgada, sombrero Tardan de ala corta, breve y delgado funambulista sobre esa magnífica bicicleta que inspiraba leyendas; decían que no existía otra igual, porque él mismo había fabricado cada una de sus piezas con la madera más resistente para formar esa silueta extravagante que servía como antídoto contra la fuerza de gravedad, y así nunca perder el equilibrio aunque avanzara —como era su costumbre— dormido y sin pedalear, los brazos delineando una equis frente al pecho.
Se llamaba José María Arreola Mendoza, y su historia parece inventada por un dramaturgo: científico y sacerdote, o viceversa, profesor de lectura y de matemáticas, de física, meteorología y astronomía con instrumentos construidos con sus propias manos en un país sin ciencia; fotógrafo, impresor, traductor, paleógrafo, filólogo devoto de lenguas que ya nadie hablaba, inventor, arqueólogo, escritor. Se dijo que antes de él nadie entre nosotros había sabido estudiar sistemáticamente los volcanes, y que coleccionaba libros raros, imposibles. Se supo que en el año de 1912 anticipó los días precisos y la hora exacta en que un enjambre de terremotos habría de convulsionar el suelo de la ciudad de Guadalajara y que, por todo ello y tantos asuntos más, las autoridades de la Iglesia católica habrían terminado por excomulgarlo.
Tantas cosas y tan distintas se dijeron, que todo parece mentira. Pero, más o menos, todo ocurrió. Aunque, como ya se sabe, los hechos nunca se ajustan a las historias que los relatan.
Arreola nació entre volcanes en Ciudad Guzmán y allá se convirtió en sacerdote, en el interior de un prodigioso seminario con un observatorio meteorológico que él transformó en laboratorio volcánico; se mudó a Colima, donde lo vieron realizar hazañas semejantes, luego a Guadalajara, donde vivió la mayor parte de su vida, pero también pasó una larga temporada en Ciudad de México, investigando el territorio y las sociedades de Teotihuacán. Abandonó la Iglesia católica y se encargó directamente de publicar una porción de su obra científica en la que nos habla de volcanes, eclipses, nubes y terremotos, dialectos olvidados y símbolos prehispánicos, de partos submarinos, de los símbolos y sus significados, de las razones para nombrar los lugares como los hemos llamado. Entre nosotros se convirtió en uno de los fundadores de la versión moderna de la Universidad de Guadalajara, donde se ocupó de una pluralidad asombrosa de asignaturas durante un cuarto de siglo hasta jubilarse, muy cerca de ajustar los ochenta años de edad, mientras seguía paseando en su bicicleta.
José María Arreola, disidente, casi marginal, arqueólogo de las ciudades y los paisajes, provocaba cierta sensación de contemplación mística, los brazos descansando intersecados, las manos encima de los hombros, los ojos diminutos entrecerrados, como atendiendo una melodía que nadie más conseguía percibir. Su nombre no aparece en lo poco que se ha escrito sobre la historia de la ciencia en México, y las mínimas referencias a su vida y obra están invadidas por pifias y vaguedades. Arreola vivió los últimos treinta años del siglo XIX y más de la primera mitad del siglo XX, pero, incorruptible lector científico, habitó otros tiempos y navegó otros océanos sin salir de su infinita biblioteca. Nació en un mundo sin corriente eléctrica en las casas y murió poco antes de que los humanos llegaran a pisar la superficie de la Luna; pasó sus noventa y un años, dos meses y veinticinco días —poco menos de setecientas noventa y nueve mil setecientas cincuenta y dos horas— explorando el mundo como si se tratara de un laboratorio, trenzando conexiones entre fenómenos aparentemente distintos.
En ese lapso, las ciudades cambiaron hasta volverse irreconocibles; en ese lapso, el mundo cambió hasta volverse irreconocible, como acusaría John D. Bernal: “la ciencia creció tanto, que se ha transformado de pasatiempo de unos cuantos caballeros ociosos en una ocupación de tiempo completo para centenares y millares de investigadores en casi todos los países del mundo. Hoy la ciencia se ha convertido en una industria”. En ese lapso, México creció monstruosamente: sus 9 millones de habitantes se convirtieron en 40 millones.
Y en aquel nuevo mundo, Arreola ya no cupo.
Vivió bastante más que la mayoría de sus coetáneos, pero fue a quien más rápido borraron de la memoria colectiva, él que había sido una presencia constante, prudente, electrizante, en las calles y los salones, en los periódicos de México.
Si toda vida es infinita, porque “todos somos muchas personas, en torno a una sola apariencia y blanco molde, común de la materia que gira y se desliza”, como nos enseñó Plutarco, estas son, apenas, unas de las tantas historias posibles de las innumerables vidas de José María Arreola.
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¿Cuánto de lo que seremos depende del paisaje donde transcurre nuestra infancia? Crecer, por ejemplo, en este valle del sur de Jalisco serpenteado por la Sierra del Tigre, en una ciudad con montañas colosales a tres cuadras de su plaza principal, casi al alcance de la mano, abundantes bosques de pino que enfrían el ambiente, la lluvia paseando por las calles de piedra para formar arroyos que alimentan una laguna en los márgenes de la ciudad. Si uno nace aquí, en Ciudad Guzmán y entre estos dos volcanes que todo lo vigilan, no queda más remedio que nunca renunciar a esa pulsión infantil de querer explicarlo todo: los temblores de tierra y las erupciones volcánicas, la variación de las radiaciones solares o la composición de las nubes. Se antoja deletrear la gramática del paisaje y descifrar las relaciones comunes entre los fenómenos de la naturaleza como para terminar de llenar ese vacío con el que se nace aquí, en el valle de Zapotlán, donde, como si hubiera ganado el primer premio en un imprevisible sorteo, Arreola ingresa radiante a La Palma, como le dicen a la Escuela Anexa al Seminario Auxiliar de Zapotlán el Grande, institución que no es otra cosa que un audaz centro de estudios con una plantilla de naturalistas, astrónomos y matemáticos de seria afición, entre los que destacan los canónigos Pantaleón Tortolero, Porfirio Díaz González y Atenógenes Silva, principalmente, quien ha puesto a funcionar un gabinete de física con modernos instrumentos de laboratorio comprados a fabricantes de París gracias a un mecanismo de limosnas riguroso y de probada eficacia, a razón de tres centavos semanales por alumno; el resto de las herramientas las han construido directamente allí mismo. Incluso, con esos mismos materiales han tratado de organizar un observatorio meteorológico, sin mucho éxito. Como sea, en este Seminario al sur del estado de Jalisco habrán de germinar sacerdotes, notarios públicos, abogados, médicos, boticarios, profesores, ingenieros, comerciantes, poetas, periodistas, músicos filarmónicos.
El reglamento obliga a los seminaristas a leer en la biblioteca una hora cada domingo más otra hora todos los jueves por la mañana, después de que las clases hayan finalizado. Además, todo en la biblioteca está dispuesto para que los seminaristas concurran libremente por las mañanas a leer la obra que elijan, pero con la obligación de no alternar de libro hasta que lo hayan terminado. Por las tardes, en cambio, es posible abandonar una lectura para pasar a otra. Esto no es tan común como quisiéramos, claro: en Jalisco, por estos días, solamente dos de cada diez personas son capaces de leer y escribir.
Pero Arreola nunca habrá de desatender estas rutinas: convertirá el hábito de la lectura en una auténtica bibliomanía. Entre lecturas y experimentos se ha ido el tiempo y Arreola ya suma veintidós años de edad cuando alcanza una peculiar cualidad de alumno/profesor titular del Laboratorio de física, donde ingenia las prácticas de sus compañeros/alumnos. Serán inolvidables, por ejemplo, sus demostraciones de la teoría de la capilaridad a través de finísimos tubos de vidrio fabricados con sus propias manos. Entusiasmado, imparable, también se encarga de la clase de lectura. Pero, claro, existen las responsabilidades y es necesario que inicie lo más pronto posible las gestiones para escalar en la carrera eclesiástica, asunto que resuelve durante las últimas semanas de 1893, cuando viaja a la ciudad de Guadalajara para recibir la ordenación sacerdotal de manos del mismísimo arzobispo Pedro Loza y Pardavé.
Despachado todo este asunto inevitable, Arreola regresa de inmediato a Ciudad Guzmán para seguir recuperando los apuntes que Atenógenes Silva —su mentor en aficiones meteorológicas— y, como si se tratara de una travesura, reactiva el Observatorio del Seminario de Zapotlán, del que muy pronto se interesa un nutrido conjunto de seminaristas, cuyo elemento más destacado, por muchísimo, es Severo Díaz Galindo, originario de Sayula, llamado a convertirse en el estudiante modelo de Arreola. Medio siglo después del día de hoy, poco antes de morir, Severo asegurará que Arreola, aquel maestro suyo, ha sido “la más grande inteligencia que se ha producido en el estado de Jalisco”.
Entusiasta, sin excusa que lo detenga a sus 23 años de edad, José María Arreola tiene energía para otra pasión más: sujetar al Volcán que tiene a unos 26 kilómetros de distancia de su ventana en Ciudad Guzmán a un escrutinio permanente, fiel, casi amoroso: para vigilar un volcán se necesita poco más que una ventana, porque “Hay maravillas hechas solo para la admiración a distancia”, como Susan Sontag habrá de recordar que lo afirmaba el Doctor Johnson. Así que basta con una ventana bien lejos, o lo suficientemente lejos, es decir, tan cerca como para ver con fineza y tan lejos para colocar una silla no demasiado cómoda, porque entonces uno se duerme, y para patrullar un volcán hay que estar despierto, mucho tiempo, muchísimo tiempo. Esperar, mirar y preguntarse mucho tiempo para descubrir los errores, que aquello era falso, y sin embargo algunas pistas pueden ser ciertas. No distraerse demasiado con las preguntas, pero sí lo suficiente para conservar los ojos despiertos, lo mismo que la imaginación, pero no demasiado porque hay que registrar cada cosa, cada mínimo cambio, recordar cómo era el volcán hace apenas unas horas y recordar dónde están los apuntes y los bocetos que nos ayudarán a recordar lo que ha cambiado. Se trata, sobre todo, de invertir tiempo, y eso es lo que hace Arreola, porque leer el mundo es cuestión de tiempo. Fijar la atención en el papel milimétrico y en el trazo que deja el grafito, garabatos indescifrables para cualquier otra persona, pero asombrosamente inteligibles para Arreola, que va dejando registros de los cambios del volcán en el tiempo, dejando que la voz que escucha por dentro de su cuerpo fluya hasta el lápiz que escribe esa especie de dictado silencioso, sin perder de vista que hay que seguir viendo el volcán. Nunca hay que perderlo de vista, ni siquiera mientras se duerme un poco.
Mirar las nubes, el cambio de la luz…
Leer el mundo otra vez más…
No hay en todo el orbe un volcán que se estudie con esa cariñosa minuciosidad como Arreola lo hace con el Volcán de Colima, observaciones que completa con sus pesquisas en documentos históricos hasta colectar un conjunto envidiable de registros antiguos. Los resultados de esta labor de detective vulcanológico los ha comenzado a publicar sus observaciones en el Boletín del Observatorio Meteorológico Central de México, y con ello Arreola va labrándose un prestigio entre los primeros científicos del país, él mismo pone en perspectiva sus registros: “son un tesoro inestimable para la ciencia, que antes no contaba sino con datos aislados de certidumbre muchas veces sospechosa”.
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Pero nada es para siempre, y mucho menos el sosiego, de manera que al inicio del nuevo siglo encontramos a José María Arreola instalado en Guadalajara, refugiado en las clases de cosmografía, física e historia natural que imparte en el Seminario Mayor, y en una misión que no nos sorprende: fundar dos nuevos observatorios: si las azoteas son refugios de filósofos, como quieren algunos poetas, la guarida de Arreola, en la parte alta de un edificio magnífico recién concluido, se antoja sublime. Son años de entusiasmo desaforado: cuenta treinta y tres años de edad, tiene el mundo debajo suyo y encima el cielo astrífero. Porque en la azotea del novísimo edificio del Seminario de Guadalajara, José María Arreola y su exalumno Severo Díaz Galindo —que ha tenido que dejar Ciudad Guzmán para venir a Guadalajara— consiguen establecer un observatorio meteorológico, el 30 de noviembre de 1903, y uno astronómico, el 7 de marzo de 1904, “no sin grandes sacrificios, derrumbando no pocos obstáculos y dotados de los aparatos necesarios”.
Todos los días, Arreola, Severo Díaz Galindo, Aniceto Carrillo y algunos otros pocos, suben los más de noventa escalones que conducen desde la planta baja hasta la planta alta del Seminario, luego trepan por la rampa en forma de caracol que los lleva hasta la azotea. Lo hacen cinco, ocho, doce veces o más cada día, no se detienen.
Entre el registro de las veleidades del clima y la observación de eclipses, manchas solares transcurren los meses y los años de José María Arreola, hasta la primavera del extraordinario año de 1912, cuando el miércoles 8 de mayo, exactamente a las 6:36 horas de la mañana un breve pero intenso terremoto termina de despertar a los 120 mil habitantes de esta ciudad chaparra y de extensión mediana, cuyos edificios más altos son el Hotel Fénix y los almacenes comerciales “La Casa Mosler”, “La Ciudad de México”, “Las Fábricas de Francia” y “El Nuevo Mundo”, aunque ninguno de ellos roza siquiera la altura de la Catedral, límite simbólico en dirección al cielo. Buena parte de las calles son de piedra, angostas. Otras pocas, pavimentadas, resultan un poco más anchas: sobre ellas van las carretas jaladas por caballos, algunos carros del tranvía eléctrico, casi ningún automóvil…
Pocos minutos después del primer sismo, otro más fuerte. Y más tarde otro… la cosa no termina ahí, porque desde ese momento temblará en Guadalajara casi habitualmente durante 1912. Al menos eso aseguran los habitantes de la ciudad, que habrán de contar hasta más de veinte de terremotos en un solo día. Unos dicen que la causa de los movimientos trepidantes se debe a la particular composición del subsuelo, otros aseguran que el Volcán de Colima está a punto de hacer erupción, y hay quien de plano se convence de que esta epilepsia terráquea no es otra cosa que un castigo divino, muy bien merecido a causa del reciente incremento de pecadores tapatíos. Lo cierto es que este 8 de mayo ha iniciado una temporada de terremotos que mantendrá oscilando a los habitantes de la capital de Jalisco entre el espanto y el asombro, entre la incertidumbre y el relajo. Las personas abandonarán sus casas, sus ritmos y sus costumbres. Los que no consigan huir de la ciudad se apoderarán de los jardines públicos, armados de colchones, mesas y sillas, habrá bailes, competencias y tertulias para evadirse de los terremotos… los trabajadores dejarán de acudir a sus oficinas, los jóvenes abandonarán las escuelas, se romperán tradiciones y lazos familiares.
La nueva realidad telúrica de la ciudad transforma todas las actividades en todos los barrios; se multiplican “Las oraciones para pedir a Dios cesen los temblores” en las misas diarias “para alcanzar que Dios Ntro. Señor nos libre del terrible azote de los terremotos”. Y con la misma expedita rapidez con la que se repiten diariamente los terremotos va brotando el ingenio entre quienes tratan de aprovecharse del miedo y la zozobra para hacer negocio: “No tema a los temblores: compre usted una tienda de campaña con Juan H. Kipp y échese a dormir sin temor a la desgracia”; “Desde el miércoles pasado, los temblores no nos dejan en paz. Sólo han conseguido dormir tranquilamente las personas que compran calzado con Manuel Crespo. Porque la satisfacción de poseer calzado elegante y a su medida, hasta el miedo les quita”.
Y en toda esta circunstancia José María Arreola tendrá una importancia mayúscula porque en las páginas de La Gaceta de Guadalajara. Diario independiente, el de mejor información en el Occidente de la República el 22 de julio leemos una información completamente inesperada, con un título tan provocativo como inquietante: “El Sabio Geólogo Presbítero José María Arreola Predice los Temblores que tendremos hasta a principios de agosto. Una nueva Teoría de los Sismos. El Período Sísmico terminará el 6 de agosto con un temblor muy fuerte”. Porque Arreola ha terminado unos cálculos, unas comparaciones, ciertos análisis, hasta atreverse a anticipar qué día, a qué hora y con qué intensidad habrá de temblar en Guadalajara durante esta temporada de sismos que parece no tener fin, y así, La Gaceta imprime ese día el tiraje más largo de su historia con semejante éxito que a media mañana no queda un solo ejemplar disponible, por lo que en la jornada siguiente reimprime los pronósticos, que Arreola aún corregirá en una nueva publicación a finales de julio, presentando una versión “rectificada”.
Pero, contrario a lo que él desea, sus asombrosos pronósticos no sirven para apaciguar el miedo que gobierna Guadalajara: el éxodo mayúsculo de los habitantes de Guadalajara no se detiene, sino que se agudiza por varias semanas, hasta que, oficialmente, se asume que a mediados de agosto ha finalizado esta temporada de terremotos.
Fotografías: Universidad de Colima/Gobierno de Jalisco.