Iconos de la Secciones de Ciudad Olinka

La vista es un enorme lienzo que evoca al asombro. La espesura del humo que flota en la pretérita atmósfera se vislumbra danzante con los ecos rítmicos que resuenan desde el fondo.

Unas cortinas enormes se abren como telones y en el relieve de la fe, ramas de pinos protegen el suelo que despide el aroma del bosque.

En las laterales, dos hileras de santos se enfilan mirándose unos a otros —frente a frente— casi sin verse. Al centro, la luz de las velas ilumina el pasmo en los rostros de los visitantes.

La postal es un óleo que detiene el tiempo y evoca un pasado nunca visto. Uno debería suponer el impacto cultural cuando se postra a la entrada y lee algunas de las recomendaciones. La principal: no fotografías.

 

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Una publicación compartida de Neftali Alanis (@neff_alanis)

Tres hombres protegen la puerta marrón y se comunican en lenguas, mientras resguardan la entrada.

Uno de ellos es joven, pero de aquellos que pasan de la niñez a la vida adulta sin detenerse en la adolescencia. Otro, con sombrero texana y los dedos de las manos atiborrados de anillos, parece que lidera a la pequeña fracción que limita el acceso al recinto.

El lugar es un templo blanco con figuras de florecillas, mariposas y círculos oculares. La puerta de madera está contorneada también de verde y sobre la construcción una cruz descansa.

El inmueble se asienta en una amplia plazoleta con un kiosco que juega a la armonía visual al vestirse con los mismos pigmentos que los del templo y alrededor del área, una pequeña barda dibuja el perímetro del lugar.

 

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Una publicación compartida de Ana Couret (@couret07)

Mujeres con faldas de lana negra —cual plumaje de ave— deambulan por el sitio adonde las niñas y los niños se acercan a ofrecer ajuares, alhajas artesanales y demás baratijas del recuerdo. 

Los cancerberos con sigilo jalan la manija de la puerta y del interior un infante sale con una caja repleta de recipientes de vidrio: hay vasos, copas, frascos y hasta floreros ennegrecidos.

Al cerrar, el golpe bofo de la puerta suena a pregunta y misterio.

El joven que renunció a la adolescencia cambia el tzotzil por el castellano e indica a quienes aguardan el acceso que dentro del lugar las personas no han de tomarse de las manos, requisita el respeto por el dogma y el restringir la práctica constante de esta época que pulula fuera del sitio: el tomar fotografías.

Al abrir la puerta para ingresar, la luz del sol se vuelve noche y las veladoras brillan en concierto luminoso como luciérnagas a vuelo suspendido.

Quienes caminan entre los santos, sobre la hierba y entre el recinto, se desplazan con un coro que reza en melodía hipnotizados por el canto.

Hay mujeres postradas en el piso con la cabeza gacha en acto de plegaria. Y el peregrinar de rostros sobresaltados se vuelve rítmico por la conmoción.

Ahí habita el sincretismo

Un infante casi idéntico al que recién había salido con recipientes de vidrio chamuscado tiene la tarea de mantener la chispa de las lumbres que danzan dentro de cada veladora.

Mientras del fondo emerge el canto repetitivo e incesante de un hombre que ora en una lengua que parece guardada en el tiempo

Los murales de la bóveda están casi desaparecidos. El pigmento que ha dejado el humo de las veladoras de todos los días, desde hace muchos días, lo ha carbonizado y no se alcanzan a descifrar con certeza qué era aquello que allí aparecía ilustrado.

Entre lo que se alcanza a identificar se ven cruces, se encuentra a San Juan Bautista, a una virgen y también un águila devorando a una serpiente. 

Hasta el altar, entre flores y fieles creyentes tirados en los suelos, el hombre que canta y reza le sostiene la muñeca izquierda a una mujer para curarla, mientras ella mira hacia el suelo.

Atrás de ellos hay otras tres que parece que repiten en la mente lo que aquel hombre parla. 

Delante de ese sujeto, otro hombre en pie mece un gallo de plumaje plomizo que reniega con unos sonidos que parecen graznidos.

Una mujer a un lado del tipo masculle algo entre dientes, mientras que el hombre alza la mirada hacia al frente del altar y vuelve a mecer al gallo que otra vez repele con un sonido atorado en el cogote.

Al tercer bamboleo, el hombre, con el índice y el pulgar, le truena el pescuezo al gallo que patalea durante unos segundos mientras quienes lo miran solo abren los ojos más de lo normal para coronar el estupor.

 

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El que está hincado sigue cantando el rezo que oscila en el ambiente entre las luces y el vaho de la fe. 

En retrospectiva, una vez que se entra ahí no se percibe igual el lugar.

Los que recién salen guardan mutis unos segundos. La falta de perspectiva no permite que se explique con certeza qué es o cómo es lo que ahí se hace.

El sincretismo no lo es hasta que se presencia. Cada ritual es ajeno para aquellos quienes no los practican, aunque para sus fieles es una razón clave de la vida.

Así es San Juan Chamula, en Chiapas, en el sur de México. 


Fotografía: Víctor Rivera

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Víctor Rivera
Reportero cultural. Ha colaborado en La gaceta de la UdeG, Público, Milenio, El Diario NTR Guadalajara, Kiosco Informativo, El Diario de los Altos y el Diario el Volcán. En radio, ha participado en los programas Zona UdeG, de Grupo Acir, y Puros cuentos puros cómics, de Radio UdeG Zapotlán El Grande. Actualmente es reportero en el SEMS de la UdeG.